Wednesday, April 13, 2011

Noticia Cruda

Washington.-Un niño de 15 meses ingresa al hospital después de que, "accidentalmente", se le sirviera un margarita en lugar de jugo de manzana, en el restaurante en el que cenaba con sus padres.

La familia estaba cenando en Applebee's, en el estado de Michigan, cuando el pequeño Dominic Dill-Reese comenzó a actuar de forma muy extraña, según cuenta el diario Daily Mail.

La madre del pequeño vio como su hijo comenzó a decir "Hola y adiós a las paredes y a reclinar la cabeza sobre la mesa", explica en el citado diario. Entonces, comprobó que lo que su hijo estaba bebiendo no era un zumo de manzana sino un cóctel con alcohol.

Después de que el pequeño fuese ingresado de urgencia en un centro hospitalario, los médicos comprobaron que el niño tenía un nivel de alcohol en sangre de 0'10 por encima del límite legal permitido para los conductores adultos.

"Nadie en la mesa pidió bebidas alcohólicas por lo que definitivamente no debería haber recibido ninguna", dice Dill-Rees.

Noticia completa aquí.

Sunday, April 10, 2011

POR UNA POESIA NO SOBRIA.

Uno de los principales requisitos para entender la Poesía en edad adulta es no estar sobrio. Tampoco borracho, porque entonces se convierte uno en poeta, y entonces la poesía se torna aburrida. La recomendación es andar lo suficientemente sublimado para entender esas palabras de grandiosa lucidez irracional.

No estar sobrio es la mejor posición para recibir utopías, siendo la poesía una de ellas: entrever que tenemos la oportunidad de un mundo mejor y alternativo al que estamos viviendo (o padeciendo) en forma de verso siempre será una tentación para nosotros. ¿Algo inalcanzable? No, si no se anda sobrio.

La mejor definición de poesía que he encontrado es la que dice: Poesía es esa cosa en los libros que no alcanza los márgenes laterales. Siempre será mejor decir qué no es poesía que qué es poesía. Y entonces aparece ese ungido maldito llamado Poeta. El poeta quiere hacerle entender al hombre que ha venido a la Tierra no a encontrar la verdad, sino a gozar o sufrir, o gozar sufriendo. Y para resistir este tipo de noticias lo mejor es estar sentado, con las pantuflas bien puestas y resguardado bajo las bendiciones de un buen coñac (en copa bola de boliche, si es posible). Por eso San Agustín decía que la poesía era “el vino del diablo”.

En la antigüedad el poeta, cuya etimología significa vaticinador (de ahí vate), era considerado como signo de entendimiento sobrehumano, un loco clarividente. Para Hipócrates la locura se trataba de una inspiración de los dioses y Platón en su República los quería correr a palos por mentirosos: La poesía –Platón le dice a Glaucón, muchacho poco espabilado- nos hace viciosos y desgraciados a causa de la fuerza que da a estas pasiones sobre nuestra alma, en vez de mantenernos a raya y en completa dependencia, para asegurar nuestra virtud y nuestra felicidad.

Más tarde Platón, ese filósofo de cabeza colosal y nariz de boxeador, recapacita y acepta que tanto la poesía como sus transmisores parlantes son de admirar, porque el poeta es el único que tiene la capacidad para exponer pensamientos sin necesidad de argumentos racionales o lógicos. A esa increíble habilidad Platón le da el nombre sagrado de inspiración. Pero se trata de un don otorgado por los dioses, no nace del ser humano: el fuego de la sublimación se halla afuera del poeta y mientras éste sea dueño de su razón no merece la inspiración. El hombre, dijo el atormentado y violento poeta Hölderlin, es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa.

Es aquí donde debemos acercarnos a la ponchera rebosante, porque un inspirado sobrio es como un boticario roquero: no cuajan. La deliciosa lucidez irracional que alcanza la poesía se llega por medio de la embriaguez (en el sentido de éxtasis, exaltación), o como lo reflexionó mejor la imprescindible María Zambrano: “Es la palabra al servicio de la embriaguez. Y en la embriaguez el hombre es ya otra cosa que hombre; alguien viene a habitar su cuerpo; alguien posee su mente y mueve su lengua; alguien le tiraniza. En la embriaguez el hombre duerme, ha cesado perezosamente en su desvelo y ya no se afana en su esperanza racional. (…) Traiciona a la razón usando su vehículo: la palabra, para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer de ella la forma del delirio. El poeta no quiere salvarse; vive en la condenación y todavía más, la extiende, la ensancha, la ahonda. La poesía es realmente, el infierno”.

Para abrirle las puertas a las musas de la lírica es necesario el socorro de algún Burgudy de cuerpo recio, o las afelpadas caricias de un whisky fenómeno, o la esteparia sangre de un grano ucraniano traducido en cristalino vodka, pues pocas son las maneras de llegar puntual a la cita que nos haga entender el néctar de lo extraordinario convertido en palabra.

El gran problema de la lírica, aparte de adentrarse en ella sobrio, es que los poetas siguen escribiendo para los poetas. Por alguna razón rehúsan a tomar en cuenta que hoy en día la poesía es tan necesaria como un canario que baila el claqué (además las posibilidades de que el canario bailarín de tap tenga más éxito que un poeta son abrumadoras).

Es raro encontrar un equilibrio donde este arte hermético, elitista, compense al lector común y corriente; el bardo cree a puntas ciegas, como el coleccionador de sellos postales, que su trabajo es de una repercusión social de alcance. Esto los embarga de una alta misión, que por cierto nadie les pidió (la exclusividad no compensada). Y entonces los vemos dedicados en cuerpo y alma a despiojar rimas y a quitarle el guarache al verso, cual cándidos malabaristas de la metáfora estética de pulcritud intacta. Se convierten en socios de lo Bello y creen que sólo ellos tienen la llave de acceso a paraísos donde los ocasos duelen, pero terminan siendo ministros de un vacío esnob.

Lo que cansa de la Poesía –dice un irritado Witold Gombrowicz– es el exceso de poesía. El exceso de palabras poéticas, de metáforas poéticas, el exceso de sublimación, el exceso, en suma, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químicamente puro.

Es aquí donde sin lugar a dudas debemos abrir un Rioja embestido en Tempranillo y aventar el corcho lo más lejos posible de nosotros, o dejarnos llevar por los cálidos vientos caribeños de un ron pirata escanciado en vaso bocón (no más de cuatro dedos antes del hielo), o rezarle a la bravura de un tequila doble (mejor triple) para que acuda al ruego de elevar nuestro entendimiento prosaico a las alturas de esa santa expresión llamada Verbo, pues sencillamente sobrio no se puede entender cómo el “Estrechamiento se vuelve más Estrecho, la Belleza más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble y la Pureza cada vez más Pura” (Gombrowicz).

De otra manera (sobrio) auguro una velada poética sumamente aburrida.